El Tano Rovicci, heredero de una leyenda pero con carisma propio
Carlitos Ciuffardi tuvo varios hijos, pero Rodolfo fue quién logró llevar más lejos la marca que su padre creó a base de panqueques y hamburguesas. Además, dejó su sello en Gesell con una enorme generosidad: siempre ayudó a todo aquel que le pidió laburo o apoyo. Buen viaje, Tano querido.
Por Juan Ignacio Provéndola | Todos lo conocíamos como “el Tano Rovicci”. No era su nombre ni su apellido, sino un recurso ingenioso para incluir ambos en un apodo y, a partir de eso, construir un sello propio: Rodolfo Victorio Ciuffardi era uno de los tantos hijos que tuvo Carlitos, pero quizás quien más lejos y más alto logró llevar la impronta que había creado su padre a base de panqueques y hamburguesas. El Tano era el hijo de Napo: el heredero de una leyenda. Aunque su inventiva le permitió también construir un sello propio. Lo cual no es poca cosa en un mundo donde muchos se conforman con ser “el hijo de” mirando la vida desde un sofá.
A base de esfuerzo, laburo y apuesta por ir un paso más allá, Rovicci abrió o licenció decenas de sucursales de “Carlitos, el sabor original”, rápidamente identificables por el hábil recurso de incluir la caricatura con la cara y el gorro piluso del Napo Ciuffardi en las marquesinas de los locales. Aunque la sola venta de la marca implicaba un gran negocio, el Tano le estaba encima a cada “producto” con condiciones de calidad: quería que los comercios tuvieran el nivel gastronómico y el recurso humano a la altura de la historia que llevaban detrás. No se trataba solamente de usufructuar un nombre que le vino por herencia.
Sin embargo el Tano Rovicci no será recordado solo por todo esto, sino también -y quizás, principalmente- por su enorme generosidad para colaborar con prácticamente todo aquel que fuera a pedirle trabajo, apoyo o financiamiento para algún proyecto. Incluso fue generoso con aquellos que luego no cumplían aquello para lo que lo habían solicitado. Fue bueno con quienes no conocía, incluso con algunos que ni lo merecían. Rodolfo Victorio es de esa (cada vez menos) gente que mejora el lugar que habita. Por eso se ganaba rápidamente el cariño de todos, aunque él no fuera necesariamente un tipo expresivo. Su bondad no la manifestaba con palabreríos o promesas vacías, sino con gestos profundos y con hechos inolvidables.
El Tano no nació en Gesell. El Napo tampoco. Pero los dos eran considerados auténticos geselinos. Por opción y adopción, por ayudar siempre a que la ciudad esté un poco mejor (y no un tanto peor, como hacen otros con más poder, billetera ajena y arrogancias inconvenientes). Rovicci era humilde de corazón y soñador de mente: guardaba entre sus utopías la creación de un pequeño pueblo sobre el mar, cerca de la Villa. Hasta había creado un planito con su propio puño. El proyecto podía parecer un delirio en boca de cualquiera, menos en la de él: todos sabían que si se proponía algo, era porque estaba dispuesto a dar todo el esfuerzo para concretarlo. Así, por ejemplo, los panqueques de Carlitos llegaron a Estados Unidos.
Solo una enfermedad pudo ponerle freno a toda su polenta. La luchó varios años, cayó y volvió a levantarse con ganas de doblarle la apuesta a la vida: en vez de incubar resentimientos, retornaba más generoso que antes. Ningún geselino deberá olvidar toda vez que reabría su local antes de la temporada cobrando los panqueques y las hamburguesas a un peso (¡un peso!). Quizás la ciudad le quedaba chica. O mismo este planeta. Y por eso se fue a volar a otra parte. Donde sea que te hayas ido, que sea un lugar donde puedas seguir cumpliendo tus sueños y los de otros. Buen viaje, Rovicci.
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