Aguavivas Geselinas VXI: Ensoñación
Vuelve la sección literaria de Pulso Geselino con esta nueva entrega, la número 15, a mano de otra pluma local. El relato está atravesado por un dilema central: vivir una película como real es tan complejo como llevar la música al bronce.
Por Mariano Arribillaga | La fila desalojaba la sala por ese pasillo, que nunca antes se le había antojado tan estrecho. Conforme el paso de los años y la vida, el teatro del centro había ido empequeñeciéndose en su mente, una imagen nutrida de experiencias en otros lugares y espacios, pero que aún así no dejaba de fascinarlo luego de que las luces se encendían al apagarse el proyector o bajaba el telón.
Si había algo que le agradaba de esas proyecciones, era el salir a la vereda con ese leve efecto de ensoñación que solo el cine podía dar y que ninguna pantalla plana o de alta definición podía imitar. Con la mirada en las baldosas gastadas del lobby, para evitar el saludo de rigor a conocidos, ganó la calle. Otro fin de semana largo y el molesto pulular de turistas sin saber demasiado que hacer en la 3 atestada. Tamborileos estridentes de todo tipo y la sensación de que «eso» que hacía a este pueblo tan característico se iba difuminando con el paso del tiempo y el cambio de costumbres.
Sonó el ringtone del teléfono y a un par de calles estaba el bar de siempre. Su mística reflotada a pulso de videos en HD y un par de amigos con los cuentos usuales lo esperaban. Un sábado más. Pero la aparición de uno de esos personajes que no se veían hacía tiempo y del que se extrañaban sus invitadas seriales de cerveza a precio estirado, cambió sus planes de irse a la cama relativamente temprano.
Horas después, al salir del local pasando al lado de otros bares de géneros distintos, su cabeza recorría los recuerdos de cada uno de los pasos que daba hacia su casa. Cada metro tenía uno particular, por eso esas calles eran su hogar, como el de tantos otros. Podían cambiar los edificios, el pavimento, los letreros y la música, pero con un poco de suerte, si se escarbaba un poco, se convenció que a pesar de todo, la esencia era la misma. Tenía que serlo.
Con el punteo de un bajo de unos 80`s no tan lejanos aún retumbando en sus oídos, gracias al eclecticismo desafiante del DJ, se alejo del ruido y subió la loma del centro ahora semidesierto. Un par de perros olisqueaban los tarros de basura preparándose para el banquete de madrugada al pasar de unos pocos autos que volvían a sus casas después de una noche terminada.
La niebla de ese verano tardío que no terminaba de dar paso al otoño le hizo recordar el pasaje de la película que había ido a ver. No era tanto el argumento lo que le atrajo, una madeja de a ratos ininteligible de pareceres existenciales tan en boga hacía un par de décadas en el cine nacional, sino las instantáneas móviles de ese tiempo que apenas podía recordar y como tantos, añoraba secretamente. Los autos estacionados tenían algo que la propia niebla colaboraba a sostener. No podía precisar bien, como tampoco podía ser exacto en cuanto a la cantidad que había bebido hasta hacía solo unos momentos. Pero la familiaridad de lo que lo rodeaba lo hacía sentirse cómodo y a la vez inconscientemente agradecido del momento que estaba viviendo.
No era algo común en esos tiempos. El ruido de un arranque fallido de motor captó su atención a lo lejos. El único auto que intentaba moverse era ese tan familiar de líneas agresivamente redondeadas. Lo había visto hace muy poco, y ahora volvía a cruzárselo.
No le extrañó ver en el asiento del conductor del Carabela a ese tipo delgado y desgarbadamente elegante, tan atemporal como el automóvil, luchando por encenderlo. Ambos sabiendo que de manera inútil. Con la vista obnubilada buscó a la bailarina y al futuro delincuente, pero no pudo verlos por ningún lado. Solo había un par de autos viejos y unos carteles de neón que, creía, ya no se veían mas. El Flaco y él cruzaron miradas, sabiendo que no podían ayudarse. Solo hubo un saludo de esos leves, como los que se dan dos viajeros que se cruzan en medio de ninguna parte.
Siguió su camino hacia el sur, mientras el discordante ruido del motor del Carabela que luchaba por encenderse se alejaba y el distraía su mirada con un paisaje ido, de locales que ya no estaban y luces con nombres que volvían a brillar solo en recuerdos. No supo cuando, pero el amanecer disipó la niebla y con el vino la gris familiaridad de lo cotidiano, junto con el gruñido de su alma al frente a esa estatua que le recordaba al conductor varado y a la mediocridad de aquellos que quieren poner en bronce un sonido.