Matilde y el mar: La primera mujer guardavidas de Argentina

De nadadora prodigio a decana de la costa atlántica, Matilde Ontiveros abrió en Villa Gesell a partir de los años 70’ un camino hasta entonces monopolizado por el viril silbato varonil. 

 

Por Juan Ignacio Provéndola | Una mujer guardavidas rescatando a un tipo a punto de ser tragado por el mar es algo absolutamente normal en las playas argentinas de nuestros tiempos. Sin embargo, para la década del 70’ resulta una escena aún imposible: esa tarea estaba ceñida al ámbito varonil de músculos, piel bronceada, anteojos de sol y el silbato amarrado a un collar de nudos de soga.
 
Hasta que en la primera mañana de la temporada de 1973 Matilde Ontiveros se subió a un mangrullo y cambió todo para siempre. Ocurrió en Villa Gesell, donde Matilde había hecho el curso de la Cruz Roja que aprobaba sólo a las cinco mejores calificaciones. Y ella, la primera mujer anotada en la historia del pueblo fundado cuatro décadas atrás por Carlos Gesell, obtuvo la más alta de su promoción.
 
Nacida y criada en Avellaneda, Matilde Ontiveros aprendió a nadar en Independiente. Fue una de las promesas deportivas del club: competía a nivel nacional y sudamericano con buenos resultados y incluso estuvo seleccionada para representar a Argentina. Hasta que un día, a los 15 años, se aburrió y abandonó el agua. Y no se volvió a tirar a una pileta ni en verano, siquiera para sacarse el calor.
 
El desbloqueo mental llegó muchísimo después, orillando los 30 años de edad, cuando se mudó a Gesell con sus dos hijos. Pero no lo hizo por el mar: lo hizo por necesidad y por las oportunidades que ese pujante destino balneario ofrecía a todo aquel que caía a ver qué se podía hacer.
 
Los primeros años en la Villa fueron de experiencias comerciales. Y una de ellas le generó el desaire del propio Carlos Gesell. Matilde había puesto una cigarrería y luego una tienda de artesanías. Hasta que apareció una persona que conseguía flippers, éxito porteño que todavía no había desembarcado en la costa argentina. El local fue tan exitoso que debió agregarse, además, un bar. Carlos Gesell odiaba los juegos de cartas, el casino (jamás hubo uno en la ciudad) y los bingos (autorizados mucho después de su muerte). Y en sus últimos años de vida no llegaba a entender de qué iban esas maquinitas de juegos que tanto cebaban a la gente.
 
Para la época de los flippers, Matilde ya era guardavidas. Pero su vuelta al agua fue repentina e inesperada. Y totalmente casual: una tarde, en su local de artesanías, apareció un tipo pidiendo permiso para pegar un cartelito en la vidriera. Ofrecía clases de natación en una pileta que acababa de construir. En un momento ambos sintieron que estaban ante una cara conocida. Se preguntaron los nombres. Y resulta que habían sido compañeros en Independiente. Juan Galeano estaba frente a Matilde Ontiveros, aquella nadadora que todos miraban y admiraban. La misma que abandonó la competencia a los 15 años y no se supo más sobre ella.
 
Matilde no quería volver al agua. Pero Juan no le iba a proponer clases en su pileta: la convenció invitándola al curso oficial de guardavidas que él mismo dictaba en la sede geselina de la Cruz Roja. Ontiveros siempre recordaba la frase con la que Galeano le terminó de despertar su vuelta al agua: “Siendo guardavidas no sólo aprendes a nadar, sino a salvar vidas… que podrían ser las de tus hijos, o las de los míos”, le dijo Juan.
 
El curso duró tres meses. “La gente se juntaba alrededor de la pileta para ver cómo bochaban a una chica que quería ser guardavidas”, recordaba Matilde. La prueba final consistía de dos exámenes: uno teórico, y otro práctico, nadando 400 metros en estilo crol. Matilde Ontiveros se graduó con las notas más altas en ambas evaluaciones y, de esa forma, se convirtió en la primera mujer guardavidas en la historia argentina. Fue en 1972. Tenía 32 años.
 
Su estreno en la playa fue en el verano siguiente, el de 1973. El mar no es como la pileta: tiene otros peligros, y sacar a una persona a veces puede implicar rescatarlo de un chupón o del poder absorbente de olas picadas, reanimarlo en la orilla con distintas técnicas, incluso llamar a la ambulancia y hasta tener que explicar lo que pasó si es necesario que acuda la policía. Resolver todo eso demanda de gran fuerza física, claro. Pero también del dominio del carácter. Saber templar el ánimo es indispensable en un trabajo donde la muerte siempre está mirando de reojo tras cualquier desgracia.
 
El primer rescate de Matilde fue a un amigo que se lo estaba llevando el mar, quien quedó agradecido por siempre: le salvó la vida, literalmente. Pero también vivió situaciones bizarras. No fueron pocos los tipos que, al verse socorridos por una mujer, sentían incomodidad y hasta trataban de volver a la orilla por su propia cuenta, aunque vanamente. Para colmo, como todavía no había protectores labiales, Matilde bloqueaba el sol en esa zona sensible con rouge.
 
En una época donde todos descubrían su pólvora en Gesell (desde sus primeras instituciones sociales hasta sus primeros grandes bares nocturnos), Matilde Ontiveros también dejó su huella. Aunque pasó mucho tiempo hasta que otras mujeres penetraron el varonil universo guardavidas.
 
En la década del ’90, ya con sesenta años, Matilde se corrió del mangrullo, aunque pareciera que para redoblarle la apuesta al mar: armó un balneario que llevó su nombre de pila. El balneario Matilde quedaba en la 301 y ella siempre andaba de acá para allá, observando todo. Y escrutando el mar.
 
Cuando creyó que ya estaba todo hecho en el agua, volvió al cemento de su Avellaneda natal. Ahí falleció el 30 de noviembre de 2018, a los 78 años. Sus cenizas volvieron a Gesell para ser llevadas más allá de la primera rompiente, a la altura de su viejo balneario. Lo hizo un grupo de guardavidas en un acto donde la valoraron no como mujer, ni siquiera como la primera, sino como una maestra.
 
Poco antes de fallecer, Matilde había participado de un acto que le hicieron en su homenaje frente al mar. A la hora de hablar, quiso convencer a las chicas presentes de ser guardavidas, acaso del mismo modo que lo había hecho su amigo Juan Galeano aquella tarde de 19872 en el local de artesanías: “Para cumplir el oficio hay que tener cierto sentimiento de amor hacia un prójimo que, en su mayoría es desconocido. Un anónimo al que se le salva la vida abrazándolo, reanimándolo boca a boca o haciéndole lo que fuese necesario para rescatarlo”.