Tita Merello: Por las espinas de Santa Rita
Adelanto exclusivo de “Historias de Villa Gesell”, libro que saldrá a la luz la semana próxima; aquí anticipamos uno de los 30 capítulos, el que narra la misteriosa y enigmática vida que la legendaria actriz llevó en nuestra ciudad luego de su retiro artístico.
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Más que agachada, caminaba escondida. Debajo de un sombrero o detrás de un echarpe. Era insólito, pero podía llegar a usar un echarpe en pleno verano. A esa altura de la vida ya no le simpatizaba mucho que se le acercaran. Al menos, no le gustaba que se le acercaran desconocidos. Mucho menos en la capilla, donde solo quería ser una más entre todos los que iban a misa. Pero lo que más la irritaba era que, encima de reconocerla, dijeran su nombre en voz alta, como si intentaran compartir el hallazgo con todos los presentes. Su reacción era siempre la misma: corría la cara sin decir una sola palabra y ensayaba una especie de gruñido, casi imperceptible. Ella, la que le puso picardía al tango y eternizó personajes graciosos y queribles, parecía ya cansada de la risa por la risa misma. «No me muestro mucho porque la gente me quiere por lo que fui antes, no por lo que soy ahora», sostenía ella, obsesionada por el contraste que el paso del tiempo provocaba entre su imagen actual y la de sus años dorados.
Después de una carrera llena de méritos y reconocimientos, Tita Merello había decidido retirarse del cine y del teatro unos meses antes de cumplir 80 años. Hizo la temporada de verano de 1984 en Mar del Plata con la obra “Para alquilar balcones” y luego filmó la película “Las barras bravas”, ambas veces bajo la dirección de Enrique Carreras. Extenuada, puso fin a compromisos laborales exigentes y se dedicó a compartir su vida con lo único que tenía: su perro Corbata. “Hace mucho tiempo que Corbata vive conmigo y está tan solo como yo. ¡Cómo se aburre! Pero es lo único que tengo”, confesaba ella, que nunca se casó ni tuvo hijos. Las estrellas que embellecen nuestros cielos son resplandores extintos que cuelgan del cosmos como una foto de un lugar que ya no existe. Ella lo comprobó el día que decidió bajarse de las marquesinas prestadas y correrse de los aplausos ajenos para disfrutar lo único que nos pertenece genuinamente: nuestra soledad.
Después de su departamento en Rodríguez Peña al 1000, en pleno Recoleta, su lugar favorito de reclusión era Gesell, adonde vino por primera vez en 1957. “Fue una verdadera sorpresa encontrarme un lugar tan lleno de encantos. Desde ese entonces nunca dejé de veranear ningún año en la Villa”, contaba poco después del retiro. Su hermano Pascual Anselmo fue clave para que Tita viniera una y otra vez a la ciudad. Es quien la invitó en aquel viaje iniciático, y quien luego puso a disposición de ella la casa que él tenía en Avenida 8 y Paseo 104. Ese acto de generosidad era el que le permitía abandonar los calores soporíferos del verano porteño y disfrutar de vacaciones cerca del mar. Es que, a pesar del éxito que tuvo durante muchos años de su actividad profesional, Tita nunca hizo una gran diferencia económica, situación que tampoco le avergonzaba reconocer: “Siempre se me ha criticado que me quejo por la falta de dinero, pero es la pura verdad. Yo he trabajado esporádicamente, en épocas en las que no se pagaba tanto como ahora. Además, siempre he ayudado a quien me lo pidió, eso lo pueden confirmar todos los que han necesitado de mí. Yo he dado mucho porque nunca tuve intenciones de ser la más rica del cementerio”.
Algunas veces le ofrecían editar sus memorias. “Las rechazaba porque me iba a llenar de penas”, aseguraba. Tita se crió con el prematuro fallecimiento de su padre y en un contexto de absoluta pobreza. Tal fue así, que su madre debió que entregarla a un asilo porque no la podía mantener. “Mi infancia fue corta, porque así lo es la de los pobres”, repetía. Es que ya de piba tuvo que salir a hacerle frente al mundo laboral de los adultos, trabajando incluso en ruines tugurios de los arrabales porteños. Ni siquiera el éxito interrumpió los sinsabores, y la evidencia más cruel es la persecución política que recibió tras la caída del peronismo, donde los sabuesos de la censura la persiguieron hasta verla humillada trabajando en parques de diversiones junto a Hugo del Carril. Pero nada de eso la devastó tanto como la frustración que sufrió con Luis Sandrini, un gran amor que nació y murió por el encuentro y desencuentro de sus profesiones.
La historia dice que se conocieron en 1933 cuando compartieron elenco en “¡Tango!”, la primera película sonora del cine argentino. Los dos estaban comprometidos, pero coquetearon hasta que finalmente en 1942 formalizaron una relación que ninguno de los dos ocultó. Incluso ella lo acompañó a México, donde Sandrini filmó dos películas entre 1946 y 1947. Poco después, él recibió una oferta similar desde España, pero Tita prefirió quedarse para aprovechar la propuesta de protagonizar la versión argentina del clásico napolitano Filomena Marturano. Una decisión que surcó su vida para siempre, ya que el resonante éxito del filme la instaló definitivamente como artista popular, aunque al mismo tiempo Sandrini la abandonaba para siempre por no haberla seguido a España.
Ese tema, que siempre había preservado de la intriga periodística, solía soltarlo de a grajeas cuando iba a comer a la Cantina de Arturito, en el sur de Gesell. Hasta llegaba a sincerarse, reconociendo que nunca había podido perdonar al ex actor, ni siquiera cuando este había fallecido en 1980. “El dolor nació conmigo, qué le vamos a hacer”, disparaba, con ese tenor solemne que caracterizaba a sus confesiones más profundas. “Ella llevaba una vida simple, lejos de divismos e histerias de estrella. Eso sí: no le gustaba que la cargosearan. Tenía un carácter fuerte, evidentemente había sufrido mucho”, sostiene Francisco Carino, otro de los geselinos al que Tita trataba con aprecio y estima.
Sus actividades en la ciudad eran bastante sencillas. En la casa de su hermano no tenía mucho más que el mobiliario indispensable y los libros que ella se traía para combatir el insomnio que la invadía noche tras noche. También jugaba con alguno de sus perros y rezaba mucho en su cuarto o en la iglesia local, a la que le donó una Virgen de Santa Rita que aún hoy se conserva en un rincón, frente al altar, con un cartel que recuerda a su ilustre donante. Según la fe católica, Rita fue obligada a casarse con un mujeriego, padeció el asesinato de éste y la muerte de sus dos hijos y transcurrió sus últimos quince años de vida con una corona de espinas clavada en la cabeza luego de pedirle a Jesús que le permitiera compartir sus sufrimientos. Los fieles la conocen como la Santa de lo Imposible y Tita se encomendaba a ella ante la curiosa mirada de los turistas y geselinos que la encontraban orando absorta en el templo local. “Cada vez que me veía mal, me decía ‘Negrito, andá a rezarle a Santa Rita’. Ella siempre fue muy religiosa, aunque después de su retiro se abrazó mucho más al catolicismo. En la iglesia la podías ver rezando en cualquier momento o hasta llevando la bolsa de la caridad en la misa”, amplía Tito Carino.
Amiga personal de Carlos Gesell y de Emilia Luther, Tita Merello tuvo un vínculo tan estrecho con la ciudad que aún hoy quedan algunas de sus huellas. Una placa la recuerda en donde está emplazado el Monumento al Tango, cerca de la Terminal de Ómnibus, y hasta hay una estatua del escultor geselino Leonardo Castellani a pocas cuadras de donde veraneaba. Algunos reconocimientos le llegaron en vida: en 1982 apadrinó la apertura de la Casa de la Cultura junto al actor Pepe Soriano y cinco años después fue declarada Vecina Honorable. “Villa Gesell tiene una interesante particularidad: resulta apta para las dos olas. La nueva, encrespada, juvenil y ruidosa, y la otra, la que se va alejando hacia el horizonte con un suave murmulla, tocada por la resignación, la paz y el sosiego. Me gustaría pasar los últimos momentos de mi vida en un lugar así, tan manso, rutilante y hermoso”, expuso por aquel tiempo.
Con sus 80 años, pocas cosas parecían sorprenderla tanto como la Villa y lo que allí veía. Ella, que había convulsionado a una sociedad machista con su lenguaje, su irreverencia y hasta con su propio cuerpo (fue la primera vedette multada por salir a escena sin medias de nylon, inmoralidad imperdonable en la primera mitad del siglo XX), se restregaba ahora los ojos con el desfile de mallas, bikinis y atuendos ligeros que exhibían las mujeres en las calles y en las playas de esos veranos de los 80′: “Pensar que ahora las mujeres salen totalmente desnudas en un escenario o en las playas”, dijo. “Los tiempos han cambiado. ¡Y cómo! Por suerte, he podido vivir para ver esas transformaciones”.